Cada vez vemos que los bancos son menos y más grandes y que decisiones económicas importantísimas son tomadas por muy pocas personas en consejos de administración de bancos privados y bancos centrales con excesivos poderes. Las opciones de bancos éticos, cooperativos o sin ánimo de lucro son pocas. Y es que estamos en un entorno especialmente difícil para los pequeños bancos. Pese al probado impacto positivo que tienen al dirigir el crédito a los sectores productivos con criterios sociales y ambientales más fuertes, los retos a los que se enfrentan son enormes. En muchos sentidos el sistema prima el tamaño por encima de casi todo. La digitalización, la enorme regulación, o la competencia con gigantes financieros internacionales, la banca en la sombra o el despegue de las fintech son algunas de las dificultades más grandes que mantienen alejada la fantasía de un ecosistema diverso y resiliente de servicios de pago, inversión y préstamos. Y es que tal y como están las cosas solo los bancos descomunales pueden permitirse las grandes inversiones que requieren las innovaciones tecnológicas y sólo ellos pueden permitirse equipos especializados que cumplan con una regulación cada vez más compleja y extensa. Además el regulador favorece a los grandes bancos pues considera que son menos propensos a tener problemas de liquidez, otro inconveniente de que hayamos decido usar como dinero promesas de bancos.
Pero en realidad cuanto más concentrado está el sector bancario mayores riesgos se acumulan en él ya que estas entidades se vuelven sistémicas (demasiado grandes para quebrar) con lo que la necesidad de rescate público subvenciona de alguna manera la mayor asunción de riesgos, al tiempo que se reduce la competencia. Hemos visto cómo durante el aumento de tipos de interés del Banco Central Europeo experimentado entre 2022 y 2023 los bancos españoles (donde cuatro entidades se reparten más del 80% de los depósitos) se las arreglaron para no transmitir esa subida a sus depositantes, que siguieron recibiendo menos de 1% por un largo tiempo. Mientras las reservas en dinero seguro que los bancos guardan en el BCE se remuneraban a más del 4%, nosotros los depositantes recibíamos unas migajas. Esto explica en gran medida los beneficios record que han hecho desde el fin de la pandemia a costa del herario público (recordemos que los bancos centrales han dado beneficios nulos al estado por primera vez en su historia debido en gran medida a las transferencias que han realizado a los bancos en concepto de remuneración de sus “reservas”). La concentración bancaria tiene un precio muy grande para los consumidores y empresas. Condiciones de crédito menos favorables, menos remuneración por los depósitos y cobro abusivo de comisiones por servicios que en el siglo XXI deberían ser totalmente gratuitos.
Pero no solo nos sale caro por la capacidad de extraer rentas de estos intermediarios casi oligopolísticos si no que la falta de una alternativa para tener el dinero que no sea en forma de depósito bancario hace inevitables las burbujas y las crisis recurrentes además de un enorme esquema de protección y regulación bancaria. Una economía basada en el uso de un dinero frágil que crean los bancos en base a deuda requiere bancos grandes, que a su vez tratan de impedir con su posición de mercado dominante la emergencia de alternativas. La competencia que sufre el sector por parte de entidades que evitan la regulación pero que también son creadoras de dinero (conocidas como banca en la sombra) y por las grandes tecnológicas que ponen en riesgo nuestra privacidad hace cada vez más difícil para estas mantener un modelo de negocio sostenible, responsable y respetuoso con los datos de sus usuarias. Sin embargo no hay ninguna buena razón para no disponer de un dinero digital público que sustituya a los depósitos bancarios.
Para apoyar a los pequeños bancos sería esencial una infraestructura tecnológica pública con suficiente privacidad que facilitaría enormemente los esfuerzos por digitalizar un gran parte de sus servicios a los bancos más pequeños así como una reducción en la carga regulatoria que se les exige. También puede favorecer la competencia de las pequeñas entidades con las grandes el hecho de que la interoperabilidad de las distintas plataformas de pago se garantice por diseño a través de una infraestructura pública como el euro digital, siempre que este se diseñe poniendo los intereses de la población en el centro. Con el euro digital de control y emisión publicos, la emisión monetaria al ya no estar en manos privadas como hasta ahora, permitiría una gestión más democrática, y con poderes mucho más reducidos al hacer innecesarios todo tipo de rescates y compras de activos financieros y deuda pública.
Solo un dinero digital público que conviva con el efectivo, respete la privacidad y se pueda usar sin coste y sin límites máximos puede eliminar el riesgo sistémico del sector bancario y evitar el riesgo moral al hacer innecesarias las protecciones y rescates a los bancos. El fin de las crisis y una eclosión de un ecosistema financiero diverso y resiliente, sin riesgos sistémicos, rescates o privilegios, puede conseguirse abriendo el acceso a un dinero digital público que ya existe al que a día de hoy solo tienen acceso los bancos privados. Así devolvemos el poder a los ahorradores, ya que los bancos tendrán que cambiar su manera de financiarse, al prescindir de los depósitos y tener por tanto que captar ahorro real y capital. Las usuarias podrán hacer valer sus valores al ahorrar en bancos éticos y pequeños que saben que usan su dinero para fines socialmente y ambientalmente responsables, asumiendo completamente los riesgos sin sistemas de protección públicos y con una opción libre de riesgo siempre disponible.